26 marzo, 2009

El conde practicaba el castellano y otras lenguas muertas

no sé si beber el líquido color tinieblas o el líquido color cristal

tan profesional y distinguido como era el conde, había de esperarse que sus oficios lo llevaran a buscar lugares en que pudiera estar cerca de algún libro, o de varios... (el recuerdo curioso de otra historia me asalta: el caso del diccionario etimológico perdido)... decía, que la urgencia de prolongar su constancia frente a los libros era tal, que la necesidad de un transporte barato lo obligó a comprarse una biblioteca. sí. lo que he dicho. una biblioteca. harto de ir en carruajes, en viejos rolls-royces de colección, en cisnes galopantes o montar en el automóvil de alguna desprevenida virgen, el conde se portó mucho más, mmmm, digamos distinguido, que cualquiera de nosotros, y se compró una biblioteca. y, claro, por su experiencia en el noble juego del polo supuso que debía llevar un casco (es necesaria alguna cita aquí para aclarar la veracidad de esta afirmación, pues varios de sus biógrafos afirman que no se trataba de un casco sino del mismísimo yelmo de mambrino).

por motivos de las circunstancias en que las necesidades de los actores sociales que conllevan a que el actual entorno en que se ha venido desenvolviendo todo el pensamiento de los sectores emergentes y de los colectivos que buscan el desarrollo sociocultural a través de las manifestaciones artísticomarginales debidas a procesos de reforma en los caducos puntos de vista de los líderes de opinión traducidos como hegemonía política que se expresan no solo en el discurso jurídico sino también, de la manera más breve y sumaria posible, en los comentarios de las causas del conflicto social... hoy, brindo.

en la primera oficina de editores en que trabajamos juntos como «pulidores de escritos, magos de la palabra, verdugos de los verbos "estesen" y "estarasen"» cada tarde era necesaria una parada técnica para discutir sobre si el jazz era música barroca o si debíamos cantar el brindisi en un tono más agudo, pero también tratabamos sobre temas elevados. el equipo de discusión: mary mandolyn, jeremy fisher, la hermosa marjory stewart-baxter y yo, hubert cumberdale. por motivos ajenos a nosotros, fuimos todos despedidos casi instantáneamente.

su dedo meñique apuntaba al cielo
el resto, agarraba el vaso
y bebía

sin embargo, el azar y la nada nos volvieron a reunir en una segunda "oficina de editores", ¡ay!, trágico destino el nuestro de seguir en la búsqueda de los despidos o los perderes. ¿cómo explicarlo? con el conde manteníamos una suerte de contradictio in terminis que nos podía matener a flote a ambos, incluso en los momentos de la discusión que anunciaban la pelea: el conde tenía la capacidad de burlar las emociones de sus interlocutores y vestirlos con las máscaras de las sonrisas falsas sin que se dieran cuenta de lo ingenuos que se veían.

ya ya
no te nojes
broma nomás era

hasta que un día, precisamente el día en que no estuve y sí el jefe editor supremo, se le ocurrió explotar. caramba, de lo que me perdí. lo supe por terceros dos días después de que no volvió a su escritorio. que jeremy fisher se los cuente... yo debo descansar.


bibliografía recomendada (solo para incautos):

aquí se puede ver al conde, tocando el oboe y demostrando lo expuesto acerca del brindisi.

aquí se puede ver al conde con sus colegas.

16 marzo, 2009

El conde hizo magia herética

a veces, mi querido conde cambiaba su nombre, más que por el afán de escabullirse de la prensa amarillista lo hacía por descubrir incautos y arreglar entuertos: yo soy romet, yo soy morte, me dijo una vez... hola hijo mío, soy la madre teresa... nooo, ¿cuál conde?, llo me llamo jorge luis...

en fin, en su última faceta de mago, alcancé a conocer a magnalucius, su más y muy mejor preparada máscara... yo lo vi colgado de los tobillos atado de una camisa de fuerza, yo lo vi engullirse un foco entero, yo vi cómo dobló un tenedor solo con su mente...

oh, cuán incauto fui...


13 marzo, 2009

El conde al rescate

Nunca he podido actuar. Soy torpe con mi cuerpo y, aunque muchos sonreirán con ironía, soy muy tímida. Cuando tenía alrededor de diecinueve años (y parecía de quince) en la Facultad hubo una casa abierta. Tres chicas cuyas identidades ya no tengo claras y yo decidimos disfrazarnos de Chaplin para atraer la atención de las personas hacia la inexistente educación cinematográfica que nuestra facultad brindaba. Nos pintamos la cara de blanco, nos pintamos el bigote, llevamos bastones y trajes negros, y sombreros. Y fuimos como cuatro poco agraciados sacos de papas que hacían más burla de sí mismas que imitación de ningún Chaplin conocido.

El conde, de quien yo no conocía ni siquiera el nombre en ese momento, miraba, desde el otro lado del jardín, con una expresión inquisitiva y dos dedos sobre su boca, como meditando, en nuestra dirección. No sé cuánto tiempo pasó, pero recuerdo el malestar que me causaba el ser insitentemente observada por un sujeto de extraña apariencia mientras yo intentaba inútilmente imitar a Charlie.

En un momento de ofuscamiento y vergüenza, detuve todo movimiento y en lugar de esquivar la mirada del personaje con bastón que me miraba desde aquella mediana lejanía, le devolví la fijeza y, de ese modo, Andrés y yo nos quedamos frente a frente, a la distancia, como en un duelo sin armas y sin agravios. Puedo jactarme ahora de haber hecho al menos un movimiento inteligente en todo ese día: devolver la mirada fija al señor conde pareció ofenderlo en lo más profundo pues, cuando entendió que mis ojos se dirigían a él, como interrogándolo por su intromisión, o al menos como rogándole que me ahorrara el bochorno, ensayó un espasmo de sorpresa (con absoluta grandilocuencia, claro está), puso su mano sobre su pecho y echó para atrás la cabeza. Inmediatamente empezó a caminar hacia mí dando pasos exageradamente grandes, apoyándose sobre su bastón como si realmente lo necesitara y con una seriedad digna del duelo tácito que habíamos entablado unos minutos antes. Confieso que a medida que se acercaba yo empezaba a sentirme más y más fuera de lugar, y me preguntaba (o tal vez esas preguntas vinieron después, o vienen ahora), qué le iba a decir cuando llegara hasta mí. Se detuvo a un metro de distancia, calculo ahora. Me miró, y antes de decir cualquier cosa, hizo una reverencia tan ceremoniosa que pareció un ejercicio de yoga. Le tomó un rato terminar la reverencia, debo decir. Luego me besó la mano y me dijo: "Dígame, señorita damicela, ¿qué la tiene caminando en estas galas por los jardines de esta señorial institución?" Yo le contesté: "¿Señorita damicela?" Nos miramos por un segundo y los dos soltamos una carcajada.

Nadie podría olvidar la risa explosiva, entre nerviosa y sonora del conde. Risa como de científico loco. Todo su examen le había permitido diagnosticar mi proverbial inhabilidad corporal y expresiva, mi angustia y mi vergüenza (que eventualmente, estoy muy segura, podrían haberme llevado a las lágrimas, así era de tonta) y, en el momento indicado, según sus costumbres medievales, vino en mi rescate, sin permitirse ni por un segundo insinuar que me ayudaba porque yo lo necesitaba. Haciendo todo el tiempo de su ayuda una especie de juego, para no ofenderme sacándome en cara que yo era -como, en efecto, era y soy- una pésima actriz, me quitó únicamente el sombrero (el bastón, como todos saben, él ya lo tenía) e hizo la mejor imitación que yo haya visto de Charlie Chaplin. Hacía el caminado apingüinado, las vueltas del bastón, los tropiezos... era tan perfecto que era casi mejor que el original. Hacía el saltito en que se hacen golpear los zapatos en el aire, a un costado del cuerpo, en medio del salto. E inmediatamente llamó la atención de todo el que pasaba, porque eso era parte de su irresistible carisma.

Me relevó así de mi bochornosa tarea, y desde ese día fuimos amigos. Fue el primero que conocí de los mayores, la generación superior a la de "los apáticos". Fue mi primer amigo en un grupo aparentemente hermético; aparecía desde entonces de la nada y me llevaba del brazo a dar largos paseos por la universidad, en los que hacía delicias burlándose de las personas que usaban paraguas para taparse del sol, de los enamorados demasiado expresivos ("engendros impúdicos" los llamaba) y de algún que otro profesor caído en desgracia. En uno de esos paseos, que fueron muy frecuentes por mucho tiempo, el conde dijo tener una revelación: yo parecía un ratón pequeño, un ratón animado, Faivel. Y ahí nació el mejor apodo que alguien me haya puesto.

Pero eso será para otro recuerdo de nuestro querido añorante de mejores épocas.

12 marzo, 2009

El conde de Krutoy era bueno con los niños...


De Krutoy ya hablaba Marco Polo en su Libro de maravillas, milagros y hechos mágicos. Justamente, en una de sus cartas al rey Constantino IV, El Barbado, decía:

Después de salir de la ciudad de Campion se marcha al oriente durante cinco jornadas; en aquel camino se oyen de noche muchas voces de demonios. Después de esas cinco jornadas, se encuentra el condado de Krutoi.
Viven allí cristianos kafkarianos, idólatras borgistas y otros que guardan la ley de Mahoma y los demás. Hay en él muchas ciudades y aldeas y pozos sin fondo y doncellas por conocer. Al siroco entre oriente y mediodía se va a la provincia de Talkai, pero antes se da con la ciudad de Marari, donde moran igualmente cristianos kafkarianos, idólatras borgistas y secuaces de la ley de Mahoma y los demás; moran moros de la morería, capadocios, tordos, panfletarios y mancheguinos. Hay allí milanos salvajes hermosísimos, grandes como elefantes; y bueyes para cargar carretas de libros, cuyos cuerpos están cubiertos por todas partes de un pelaje blanco, salvo en el dorso, y allí, esto es, en el lomo, les nacen pelos negros de tres palmos de longitud, como las barbas luengas de los nativos.

Etcétera.

Tan antiguo es el abolengo de aqueste condado y de tanta fama su nobleza (no diremos que venida a menos, que lo digan otros) que no sería difícil encontrar más datos en cualquier crónica prusiana o libro de horas del siglo XV francés. Sin embargo, la historia moderna puede bien también dar cuenta de los singulares personajes que se alejaron de Krutoy para convertirse en ciudadanos del mundo.

Para tu fortuna, oh desdichado lector, hemos de recopilar acá las singulares crónicas del último de los caballeros andantes que salieron de ese lugar, espada en mano y libro bajo el brazo o en la alforja de su biblioteca... y su paso por quienes se fiaron de su cordura.

Que así sea.